lunes, 13 de abril de 2015

Historia de un nacimiento

¡Feliz lunes a todos y todas!

Como os adelanté ayer en mi cuenta de Instagram, hoy estrenamos la sección "Maternidad" y como no podría ser de otra manera, que mejor que narraros mi experiencia del parto de Miguel, pues en ese día fue cuando todo comenzó...


El 11 de febrero de 2015, tuve cita en monitores en el hospital donde daría a luz. Para el que no esté muy familiarizado con esto de las pruebas en el embarazo, cuando te mandan a monitores suelen ponerte un aparatejo en la barriga que, además de detectar el latido del bebé (la primera vez que lo escuchas es realmente emocionante), detecta también si hay o no contracciones y la intensidad de éstas. Además, suelen mandarte a que el ginecólogo te haga un tacto para ver si hay dilatación y si el cuello del útero está borrado. 

Pues bien, la mañana de ese día nos acercamos a la cita mi marido y yo. Llevaba ya una semana pasada de fecha, y estaba ansiosa por conocer a nuestro pequeñajo, así que fui con la esperanza de que me dijeran: "tiene usted unas contracciones de libro, tenemos que dejarla ingresada...". Mi gozo en un pozo... No sólo tenía muy pocas contracciones, si no que llevaba dilatada dos semanas de 1 cm y parecía que la cosa iba para largo. Así que, después de monitorearme y pasar a la consulta de la ginecóloga, me dio el papel para ingresar al día siguiente para provocarlo. 

- Si en esta noche no te has puesto de parto, mañana a las 8 de la mañana ingresas para una inducción-.

- ¿Y no hay nada que pueda hacer para intentar que la cosa avance? - le pregunté con cara de circunstancia, aterrada ante la idea de una inducción, puesto que según todo lo que me habían comentado, las inducciones solían ser bastante largas, cansadas y dolorosas (en ese momento no podía hacerme una idea de lo que realmente era...).

- Intenta andar mucho y hacer ejercicios con la pelota de pilates. Poco más se puede hacer...-.

Pues bien, bajé a admisión a llevar el papelito con el que ingresaría al día siguiente, me dieron las pautas a seguir (acudir en ayunas, llevar unas zapatillas de andar por casa cómodas, etc) y nos volvimos para casa.

En seguida llamamos a nuestros familiares. Por un lado estaba emocionada, no sentía esa incertidumbre de no saber cuándo llegaría el momento; por otro estaba aterrada, en poco menos de 24 horas mi vida iba a dar un giro de 360 grados...

Aquella tarde fuimos a hacer las últimas compras para el pequeño retoño, y ya de paso, nos dimos un caprichito. Estuvimos cosa de 3 horas andando, y lo único que tenía era un dolor insufrible en los riñones y las piernas como las de un elefante, a causa del peso y la retención de líquidos.
Y nada... que no me ponía... Este niño se estaba haciendo, y mucho, de rogar.

Pasé la noche como pude. Intenté descansar para estar con las pilas cargadas para afrontar con entereza lo que se me venía encima, pero estaba como un niño pequeño la noche de reyes. Apenas pude pegar ojo, y lo poco que dormí, lo hice soñando con el momento del parto.

Al día siguiente, 12 de febrero, me ingresaron a las 8 de la mañana en el hospital. No había ni rastro de contracciones. Me vestí con el camisón que me proporcionaron, me tumbé en la camilla que me correspondía, respiré hondo y pensé: "allá vamos...".

Me colocaron la vía y me administraron el propest, un medicamento que se introduce en la vagina y va borrando el cuello del útero para desencadenar las contracciones. Ingresamos cuatro chicas para la inducción. A la media hora, una ya se había puesto de parto. 
Estuvimos una hora con los monitores, y como no había rastro de contracciones o eran muy irregulares y leves, nos mandaron a andar por el pasillo del hospital. Nos debimos de hacer los cien metros lisos por lo menos... ¿Sabéis lo aburrido que es pasear una y otra y otra vez por un pasillo durante casi dos horas?. No os podéis hacer una idea...

A las dos horas, volvimos a monitores. Las otras dos chicas tenían contracciones dolorosas y se iban haciendo regulares. Yo sin embargo, ni las sentía. Así que como la cosa no avanzaba, me subieron a planta.

Estuve todo el día en una habitación para mí sola, recibiendo visitas. Me encantó estar rodeada de los míos, pero si que es cierto que apenas pude descansar y luego lo eché de menos.
A las 00:00 h. vino la matrona de guardia a hacerme el último monitoreo y tacto y me dijo que estaba más verde que una lechuga, que dudaba bastante que me pusiera de parto esa noche y que seguramente al día siguiente me tuvieran que romper la bolsa para agilizarlo.

Pues bien... Algo me debió de hacer (poco después descubrí que me había realizado la maniobra Hamilton, la cual no se puede realizar sin consentimiento de la paciente), porque a las 00:30 h. empecé a sangrar y además las contracciones empezaban a picar. Quise aguantar todo lo que pudiera para ir lo más dilatada posible a la sala de partos; me intenté relajar, fui numerosas veces al baño (porque cada vez que me daba una me daba la sensación de que me iba a hacer de todo encima...), me peiné... Pero a la 01:00 ya no podía más. Desperté al padre de la criatura y le dije que llamara a la matrona, que me dolía bastante. Vino la matrona y me dijo con malicia:

- Ahora sí que tienes cara de estar de parto, ya tienes otro color... -.

Y yo pensando: te podrías meter la lengua por el c***.

Total, que efectivamente las contracciones empezaban a ser regulares, pero al hacerme el tacto me dijo que aún estaba algo justita, sólo llevaba 2-3 cm, pero que igualmente me bajaban a paritorio.
Así que cogimos todos los bártulos (porque cuando diese a luz me llevarían a otra habitación) incluído un ramo de rosas que me había traído mi hermano, el cual tuvimos que pasar un poco destrangis, ya que evidentemente era algo que no podía meterse en una sala de partos. Pero pusimos ojitos de cordero degollado e hicieron la vista gorda.

Me tiré cosa de dos horas en la sala de partos dando saltitos con la dichosa pelota, intentando relajarme, probando mil posturas, volviendo loco a mi marido: "ven, por favor, que quiero que estés conmigo... Vete, no quiero ni verte... Ven, hazme un masajito en los riñones... ¡Que te vayas, que quiero estar sola!". Entonces, entró la ginecóloga, una chica joven encantadora, y me informó sobre la epidural. Le dije que dejase el papelito pero que no iba a ponérmela bajo ningún concepto (ingenua de mí). Me exploró... y me vine abajo. En dos horas que llevaba sufriendo, no había dilatado ni un triste centímetro. Os podéis hacer una idea de lo frustrante que me resultó, estar pasando dolores para nada... Me dijo que tenía que romperme la bolsa. Es un procedimiento indoloro pero bastante engorroso e incómodo, ya que cada vez que me venía una contracción, salía líquido amniótico y me daba la sensación de que me estaba meando encima pero a lo bestia.
Aguanté otro tanto, pero entre el cansancio, el mar de hormonas que me inundaban en ese momento y el dolor, me agobié. Empezó a darme un ataque de ansiedad, no podía apenas respirar y no podía dejar de llorar. Abrazada a mi marido, le confesé que estaba agotada. Le dije una y otra vez que no podía más, que no podía hacerlo. Le juré y perjuré que jamás volvería a engañarme para pasar por algo parecido. Con los ojos inundados en lágrimas, le dije que necesitaba la epidural. Y me sentí mal, muy mal. Sentí que al pedirla era débil, vulnerable. Que estaba yendo en contra de mis principios... Pero si no me la ponía, me iba a caer redonda allí mismo.

Llamó a la ginecóloga, firmamos el papelito y vino una chica a pincharme. Sacaron a mi marido del paritorio, y si no hubiera sido por la ginecóloga que era un verdadero encanto, hubiera terminado de venirme abajo del todo. La anestesista no me encontraba el hueco y me pinchó como unas cinco veces. Al final, tuvo que llamar a la jefa para que le ayudase y por fin atinaron. No es nada agradable. Por mucho que te pongan anestesia general antes de meterte la cánula, tienes que estar aguantando en una posición bastante incómoda sin poder moverte, mientras te dan contracciones, una detrás de otra, muy dolorosas (cuando te rompen la bolsa son prácticamente inaguantables), que te dejan sin respiración.

Una vez tuve la epidural, me tumbaron y me pusieron un gotero con oxitocina para acelerar la dilatación. Empecé a sentir que todo mi cuerpo temblaba, y me hacía hasta gracia porque intentaba hablar y me castañeaban los dientes. Por fin me quedé dormida...

Y a las dos horas me desperté. Sentía una fuerte presión en la entrepierna y unas ganas locas de empujar. Así que se lo dije a la matrona y me dijo que lo hiciera. Me pusieron de un lado y luego del otro mientras empujaba ya que el bebé no conseguía darse la vuelta. A las 07:45 h. me dijeron que empujara con todas mis fuerzas. Y así lo hice. Empujé como si mi vida dependiera de ello, como si no hubiera un mañana... 15 minutos y 3 empujones después... Mi niño estaba fuera. Nació el viernes 13 de febrero de 2015 a las 08:05h.

Mientras empujaba no escuchaba nada, sentía como si estuviera sola, como si estuviera en el último rincón escondido del planeta, y sólo notaba un pitido en mis oídos y un zumbido en mi cabeza. Y cuando salió, sentí como si me hubieran hecho el vacío. Fue una sensación agridulce: por un lado me embriagué de la felicidad de haberlo conseguido al fin; por otro, sentí un vacío horrible en mi interior, como si me hubieran arrancado una parte de mí... Y al fin lo tuve encima, y todo lo demás dejó de existir. Ya no había dolor, ni siquiera sentía la aguja que estaba cosiendo el desgarro en mi sexo. Sólo le sentía a él. Su respiración, su piel, su mirada... Me eché a llorar. Todo lo que había pasado antes ya no existía, era como una lejana pesadilla, como si lo hubiera vivido hacía siglos. Lloré de felicidad, de tristeza, de alivio... Lloré y me enamoré.

Lo demás, ya lo sabéis...

Si te ha gustado, te estaría muy agradecida si lo compartieras :)
Decirte que también puedes seguirme en mi página de facebook: http://www.facebook.com/carmenfermo

Y en mi cuenta de Instagram si buscas @sallyvonmercury.

¡Espero que pases una maravillosa semana!

No hay comentarios:

Publicar un comentario